Pareciera que en uno de esos opacos días estivales un poeta fatal asaltara con sus insidias, y ciñéndose a la piel cual salitre se adhiere a la arena, fueran tres las cadenas que de repente amordazaran el alma. “Llegó con tres heridas, la del amor, la de la muerte, la de la vida”.
Me recuerda nuevamente aquella voz que dice: “Tanto tienes, tanto vales”, pero mi valor nominal debe haber bajado a cero, pues cuanto tuve lo ofrecí a quien lo requiso, y quien lo requiso, podría volver a dictaminar sentencia para condenarme a otra eternidad de desdichas aún por escribir.
“Me encadenó con tres heridas, la de su amor, la de mi muerte, la de nuestra vida. Con tres cadenas sangran mis heridas, la de su vida, la de mi amor, la de nuestra muerte. Con tres cadenas yo, maldigo la vida tras la muerte de nuestro amor”.
Y aún cuando no entendiese a que me refiero con esas palabras, yo gritaría en silencio que me arrebató lo único que ya no puedo recuperar, ¿y qué no daría hoy por recobrar la esperanza? Tú, que pusiste los cimientos de mi vida entera; tú, que desterraste cuantos fantasmas invadieron nuestro castillo; tú, que me hiciste fuerte, líder y soberano de un coloso que hoy se empieza a derrumbar…
¿Por qué te la llevaste?, ¿Te hice mal alguno yo acaso? ¡Silencio!, ¿No lo oyes? Es el otoño llamando a nuestra puerta y pidiendo el tributo de quien no quiso pagar por sus actos. Ahora tú, que desconoces el sentido del purgatorio, comienzas a temblar…
¡Cuán alto tuviste que volar para quemar tus alas!, ¡cuán bajo te toca caer para sentir la sangre en la boca y el fuego en la piel! Cuán triste me quedo yo esperando a la soledad sabiendo que hoy se pierde el sueño de lo que jamás pudo ser…